23/01/2013.
Por; JuaBosch
Este 27 de febrero se cumplió el primer centenario de
haber aparecido en el mundo de las naciones independientes la República
Dominicana. Las circunstancias han querido que tan significativo aniversario se
conmemore cuando menos libres, a lo largo de su historia, han sido los
dominicanos.
Agobiados
por la dictadura, los hijos de esa patria antillana escudriñan ahora en la vida
pasada de su pueblo, buscando enseñanzas que les comuniquen mayor fe en el
porvenir. ¿Y qué hallan?
Hallan
que en cien años de vida republicana, el pequeño país que se reparte con Haití
– entre Cuba y Puerto Rico – la isla que Colón llamó Hispaniola, se ha debatido
con admirable tesón y ha luchado sin desmayos por mantener, en medio de las
mayores adversidades, su independencia y su libertad, unas veces abatidas por
extranjeros, otras veces por nacionales traidores, otras por éstos de acuerdo
con aquéllos. La lección que se desprende de la historia dominicana es impresionante
para los hijos de la indomable república y funesta para quien la oprime al cumplirse
su primer centenario; porque de ella salta a la vista que, perdidos en su
pequeñez económica, social, geográfica,
los dominicanos han luchado contra fuerzas gigantescas y las han
vencido, muchas veces cuando la lucha parecía inútil y sin la menor esperanza
de triunfo. La lección de la historia enseña, sobre todo, que Trujillo y sus
secuaces no han visto que todo acontecimiento importante ocurrido en el mundo,
ha influido allí de manera decisiva, a menudo en los parajes más apartados de
la República Dominicana, ya a favor del pueblo, ya en su daño, según la
dirección de aquellos acontecimientos cuándo y dónde se produjeron.
Por
ejemplo, todas las guerras europeas de los siglos XVI, XVII y XVIII resonaron en
Santo Domingo, la mayor parte de las veces haciendo cambiar de metrópoli la
colonia, llevando a sus tierras o llevándose de ellas inmigraciones o
emigraciones que enriquecían o empobrecían al país; dejando en cada caso un
aporte económico o cultural o institucional, siempre importante, para bien o
para mal, en la vida del naciente pueblo.
Tras
innumerables vaivenes, que se traducían en acuerdos y desacuerdos en guerras
por territorios casi despoblados de la montañosa isla del trópico, Francia y
España llegaron a un entendido definitivo en la Paz de Basilea (1777), y debido
a él la isla fue repartida en más de 50 mil kilómetros de la parte oriental, la
colonia española de Santo Domingo, en menos de 20 mil kilómetros de la parte
occidental, la colonia francesa de Haití. La primera quedó vegetando, punto
menos que olvidada por su metrópoli; en la segunda levantó Francia una factoría
de proporciones colosales, mantenida con el trabajo de cientos de miles de
negros esclavos llevados en incesantes corrientes desde África. Cuando se
produjo la Revolución francesa, Haití tenía ya 600 mil esclavos manejados por
30 mil blancos y era la colonia más próspera del mundo, con mayor producción
ella sola – sin mina en su suelo – que todo el resto de la América española. La
colonia española de Santo Domingo, sin embargo, tenía para entonces escasamente
60 mil habitantes, algo más de uno por
kilómetro cuadrado; su comercio, sus industrias y sus comunicaciones con
el mundo y en su interior, eran casi inexistentes. Sobre este escenario,
sobrecargado en un extremo de la isla y descargado en el otro, iba a operar, enérgicamente,
la Gran Revolución.
La
caída del rey en Francia dejó virtualmente en el aire a sus delegados en Haití.
Apoyados por los enriquecidos colonos, esos delegados se rebelaron contra la
autoridad revolucionaria: buscó ésta apoyo en el pueblo – mulatos y negros
libres, franceses pobres y algunos idealistas de la clase dominante – y el
pueblo respondió. Resultado: la convulsión más frenética imaginable y, a su sombra,
la revolución más completa que conoce la historia. Aparecieron notables líderes
mulatos y negros que, una vez con prestigio y autoridad concedidos por la
república en pago de servicios o porque los necesitaba, los aprovecharon en
soliviantar a las masas esclavas contra sus antiguos amos. Al cabo de largos
años de sangre y exterminio, la antigua colonia se hizo república, una
república negra, la única en el mundo – aún hoy – que mantuvo una guerra de
independencia – colonia contra metrópoli -; racial – negros y mulatos contra blancos
- ; económica – esclavos contra propietarios -; social – la clase explotada
contra la privilegiada -, todo esto a un tiempo y sin teoría previa.
Mientras
ese proceso se desenvolvía, la parte española sufría invasiones haitianas bajo
la bandera francesa, invasiones haitianas bajo la bandera de la nueva república
y, finalmente, cesión a Francia por parte de España. Cuando hacia 1808 parecía
haberse normalizado la vida en la isla, el panorama era éste: Haití,
independiente; Santo Domingo, en manos de las tropas napoleónicas. La vieja
colonia española en América había padecido a mares. Toussaint L´overture había
proclamado, para justificar la primera invasión haitiana, que la isla era “una
e indivisible”, y con esa doctrina cubrieron sus invasiones Dessalines y Cristóbal,
a cuyo paso quedaban degolladas las poblaciones dominicanas, ardiendo las
ciudades y huyendo por los bosques millares de personas. Como en el origen de
esos males estaba Francia, los colonos
de Santo Domingo odiaban a Francia. Así, cuando un dominicano del pueblo, Juan Sánchez
Ramírez, organizó la lucha contra los franceses para devolver la colonia a
España, halló tal calor en las masas – además de apoyo en los españoles de
Puerto Rico -, que no le fue difícil emprender la obra. Su ejército, formado
por campesinos ganaderos y antiguos oficiales criollos de los regimientos
coloniales españoles, se enfrentó al francés, mandado por el Gobernador
Militar, en la sabana de Palo Hincado. Juan Sánchez Ramírez había dicho, poco antes
de comenzar la batalla: “Pena de la vida al soldado que volviere la cara atrás;
pena de la vida al tambor que tocare retirada y pena de la vida al oficial que
la mandare, aunque fuere yo mismo”; y no tuvo que aplicar la terrible ley. Los
franceses fueron derrotados; su jefe se suicidó; la capital de la colonia fué
sitiada por tierra; la escuadra inglesa de las Antillas la bloqueó por mar.
Santo Domingo volvió a ser española. ¿Por qué no libre, mejor? Porque “Haití
está ahí y si no nos ampara un poder más fuerte que él, se nos echará encima”,
decía Sánchez Ramírez nombrado Capitán General después de su hazaña.
Eso
pensaban todos los dominicanos; pero al cabo de los años algunos se dijeron que
el poder amparador no tenía que ser necesariamente España, y ni siquiera
europeo, que podía ser americano. Así, en 1821, la colonia se declaró
independiente de España y se colocó bajo el amparo de Colombia, como
protectorado. Se cometió el grave error de no consultar este paso con Bolívar.
Cuando, hecha ya la independencia, una comisión encargada de poner los sucesos
en conocimiento del Libertador llegó a Bogotá, era tarde: enterados del error,
los haitianos habían invadido, tomando posesión de la Capital y de todo el
territorio de la isla, a la que declararon otra vez “una e indivisible”.
Durante veintidós años – de 1822 a 1844 – gobernarían en la antigua colonia
española.
¿Cómo y por qué fue posible que en veintidós años de
dominación el pequeño, débil, casi inexistente pueblo dominicano conservara su
unidad, se organizara para luchar y lograra, al cabo, surgir hecho república
independiente? ¿Cómo fue posible que poco más de 100 mil seres, niños, mujeres
y ancianos entre ellos, desperdigados a razón de menos de dos por kilómetro cuadrado
en una tierra inculta, casi abandonada del todo a la naturaleza, sin
comunicaciones entre sí ni con el mundo exterior, sin escuelas, sin industrias,
respondieran a la llamada de la historia venciendo a una nación muchas veces
más poderosa?
Esto es lo que deberían preguntarse ahora los opresores
de Santo Domingo; si se lo preguntaran hallarían la respuesta en los hechos
mismos. Los dominicanos han probado, en los últimos cientos cincuenta años, una
capacidad combativa muy superior a cuanto pueda sospecharse. Además, al cabo de
eras de opresión han surgido siempre bajo un aspecto mucho más avanzado de lo
que nadie imaginara: instintivamente, ese pueblo ha aprendido profundamente cada
lección de la historia y la ha aplicado con admirable energía. Nadie puede
predecir cómo se comportará al final de esta feroz dictadura que hoy padece.
Pero si hemos de juzgar el porvenir por el pasado, habremos de convenir en que esta
guerra – que no es sólo una guerra internacional, sino una revolución mundial
llamada a transformar toda la faz de la tierra – tendrá sus repercusiones
también en Santo Domingo y que de ellas muy bien puede salir el pueblo liberado
para siempre, no exclusivamente de Trujillo, sino de toda la clase dominante
que de tan poca habilidad para regir al país ha estado dando pruebas
fehacientes en los últimos años.
También en los primeros tiempos de la dominación haitiana
los dominicanos parecieron dispuestos a tolerar. Excepto pequeñas rebeliones rápidamente
ahogadas en sangre, nada ocurrió. Dieciséis años después de haberse iniciado la
invasión; es decir, en 1838, algunos jóvenes empezaron a organizarse para la
lucha. Sus fines eran libertar el país de los haitianos y fundar una república.
Cuando emprendieron la tarea, aquellos propósitos parecían sueños de ilusos.
Los iniciadores fueron tres: Juan Pablo Duarte – a quien se llama Padre de la Patria
-, Francisco del Rosario Sánchez y Ramón Matías Mella; éste, abuelo de Julio
Antonio Mella, el malogrado líder cubano.
Duarte, Sánchez y Mella se organizaron secretamente
sobre la base celular; cada célula estaba integrada por tres personas y la
asociación se llamó la “Trinitaria”. Durante cinco años los trinitarios
trabajaron tan hábil y cautelosamente que los haitianos no tuvieron noticias de
su existencia, a pesar de que se extendían rápidamente. Cuando la tuvieron y
empezaron la persecución, poco pudieron hacer. Duarte huyó del país, Sánchez se
escondió y se corrió la noticia de que había muerto. Al producirse en Haití la
revolución llamada de la Reforma, los trinitarios la apoyaron, buscando así
aliados en el enemigo. Al principio de 1844 los conspiradores se sintieron
suficientemente fuertes y enviaron correos a todo el país anunciando la
proximidad de la rebelión. Desde Curazao, Duarte escribió a sus familiares ordenándoles
vender todas las propiedades y entregar el dinero a la causa. La enorme fe de
aquellos hombres, una fe casi injustificada, es un ejemplo conmovedor y una
lección enérgica para la actual generación dominicana.
Observando, al cabo de cien años, los hechos, parece
increíble lo que aquellos hombres hicieron. Pues es lo cierto que en Santo
Domingo no había aparentemente elementos con qué fundar y mantener una
república independiente. ¿Cuándo se ha visto formar una república en un país
ignorante, casi despoblado, desligado del mundo? Se necesita un valor
inapreciable para no temer al porvenir.
Los trinitarios no le temieron. Ordenada la
revolución, en la noche del 27 de febrero de 1844 salieron de los lugares que
circundaban la Capital, columnas hacia ésta. A media noche, la antigua Puerta
del Conde, en las murallas de la Ciudad, estaba repleta de conjurados. Ramón Matías
Mella disparó el primer trabucazo republicano, la nueva bandera trepó el
mástil, y en medio de la oscuridad su blanca cruz resplandecía como un símbolo
de esperanza. Como el fuego en un camino de pólvora, la rebelión se extendió
velozmente a todo el país, y cuando días después, el gobierno haitiano
reaccionaba y enviaba dos poderosos ejércitos – uno por e Norte, sobre Santiago
de los Caballeros, y otro por el Sur, sobre Santo Domingo -, los dominicanos
estaban marchando, a pie y a caballo, hacia el Oeste, a defender su joven
república. El 19 de marzo, los haitianos fueron vencidos en Azua; el 30 del
mismo mes, en Santiago. La República Dominicana quedaba consolidada por el
momento, pero tendría que luchar durante once años, en la frontera, para no
perecer. Luchó y venció. Aun hizo más, porque veinte años más tarde lucharía
también contra España, en la sangrienta guerra de la Restauración, y contra
España iba a resultar vencedora; y en 1916 contra los norteamericanos que la
ocuparon durante ocho años.
Esas batallas por supervivir como república han ido
aparejadas con un constante forcejeo por su libertad interior. Actualmente lo
mantiene. ¿Quién duda de que al cabo logrará sus fines? Sólo los opresores, en
todos los tiempos, ciegos para ver la realidad y sordos a las lecciones de la
historia, son capaces de no comprender que un pueblo tan indomable tiene en sí
mismo los elementos necesarios para alcanzar cuantas victorias crea necesarias
y cuantos fines se proponga. El fin que más persistentemente ha perseguido el
pueblo dominicano ha sido su libertad.
Esta es la lección de los últimos cien años, la
lección que debería aprender Trujillo, la que, por desdicha, tendrá que
aprender un día entre sangre dominicana, lágrimas dominicanas, ruinas
dominicanas. La aprenderán así él y todos los que, en el país y fuera de él,
sostienen su régimen de aprobio, baldón del centenario de la República, que
debería ser celebrada por el pueblo libre que soñaron los fundadores
trinitarios.
La otra lección, admirable que deja este centenario,
ignorada también por la tiranía de Trujillo, es la actitud que, después de
haber terminado la guerra con Haití, en 1855, mantuvo el pueblo dominicano
hacia su vecino y antiguo dominador. Ningún resquemor quedó en la población de
la nueva Republica hacia la de sus viejos opresores. La convivencia
dominico-haitiana – dos pueblos en apariencia antagónicos en una pequeña isla –
fue siempre magnífica y enaltecedora, sobre todo para los dominicanos. La
dictadura de Trujillo la manchó ordenando la matanza de haitianos y tratando de
sembrar, después, el odio hacia Haití en el corazón del pueblo.
En este secular aniversario de la República, ¿qué
sienten los dominicanos contra sus vecinos? Confiemos todos en la esperanza de
seguir conviviendo cordialmente; una esperanza honda, acaso demasiado íntima,
porque hacerla pública sería desatar las iras de Trujillo. Que ella llegue a
ser realidad, habrá de constituir el silencioso, pero elocuente castigo de un
pueblo al hombre que desvirtúa su genio nacional, que es generoso, humano,
respetuoso de la libertad ajena, tanto como celoso de la suya.
Ya en prensa este número, nos llega la
noticia de que Juan Bosch ha obtenido el
premio “Hatuey”, convocado por la
Sociedad Colombista para el mejor artículo
periodístico
publicado con motivo del Centenario
de la República Dominicana.
Al felicitar a tan querido compañero,
hoy exilado de su patria es la muestra. GASETA
DEL CARIBE quiere expresar también su sincera
simpatía cubana hacia el pueblo dominicano,
víctima dela tiranía trujillista, y concretar
así en uno de sus preclaros hijos el
solidario amor con que hemos contemplado
siempre las ansias del progreso y libertad
que han sido norte de su historia.
Gaceta del Caribe, marzo de 1944.
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